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Homenaje a una silla

Homenaje a una silla

Fue terrible. En plena disco móvil en Belver, mi  antiguo compañero de piso, amigo y primo Joaquín -al que me une el mismo grado de parentesco que con Chic- me lo comunicó. En aquellos momentos, de madrugada, ambos teníamos poca sed. Aún así, fue un golpe muy duro. Tras muchos años pegado a ella, mi antiguo casero en Zaragoza había decidido unilateralmente tirar a la basura mi silla de estudio.

"Estaba para el vertedero -se justificó-, ¿quién querría una silla así?". Yo. Durante mis cinco años de carrera, mi culo se pasó la mayor parte del tiempo pegado a su eskay que recubría su estructura metálica. La superficie del asiento y el respaldo estaba rajada y ofrecía a la vista su relleno de gomaespuma, pero precisamente por esto, se evitaba el temido 'efecto ventosa.

Aquella silla formaba parte del antiguo mobiliario de la cocina de mi casa. Una a una, todas las sillas hermanas habían ido desfilando camino de la escombrera. Ella era el último ejemplar de una estirpe mítica. Aunque su destino también era la basura, acabó en mi habitación de Zaragoza, una especie de purgatorio para todo el ajuar de mi hogar, como el calefactor de resistencias o el ventilador de una marcha.

Cuando nos fuimos de nuestro primer nido, ella siguió nuestro camino. Más bien, la arrastre hasta el nuevo piso, pues la fui a rescatar antes de que la tiraran, después de haber servido a un pintor como improvisada escalera en la reforma del domicilia. Con la silla a cuestas, atravesé a pie media Zaragoza, vía paseo de la Independencia, hasta su nuevo hogar.

Me fui de Zaragoza, y la silla quedó en herencia de mi primo Joaquín. Pero el también se iba a ir de allí, así que aquella joya de la funcionalidad fue ajudicada al primo Chic, que tenía que pasar a recogerla para llevarsela a su piso. Pero cuando fue, ya no estaba allí. Solo me queda una esperanza: que un menesteroso la rescatara del contenedor.

Mi culo la echa de menos.

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